viernes, 26 de abril de 2013


Neruda, el poeta que se fue andando

La investigación por la muerte del gran poeta chileno ha generado sospechas terroríficas sobre su final. Sin embargo, la noticia verdadera es la inmortalidad de sus versos y su figura a pesar de los intentos violentos por callarlo.

Pablo Neruda

El poeta tenía una llave para abrir la casa. Cuando la buscaba en la arena traía consigo el océano, su vecino. “No había dónde ponerlo”. Por eso, ese vecino “tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte” fue a quedarse “frente a mi ventana” en Isla Negra. Hasta que él mismo se fue, tristemente, por la vereda de la muerte donde ahora buscan la causa de su despedida.
Llenó la casa de trampas, menos para el Océano. “El hombre en el Océano se disuelve como un ramo de sal”. Se pertrechó adentro con botellas raras y con mascarones terribles, con colecciones absurdas, y con su voz. Su voz era la trampa con la que obsequiaba a los amigos desconocidos y a los famosos; era su guitarra la voz, pero había dentro, en los poemas más lejanos, ecos de su imposible regreso a Cautín. La trampa era para que no conocieran su melancolía. El hombre que viajó para permanecer siempre en el mismo lugar, su memoria, la de Cautín, la de Isla Negra.
El océano era su lágrima innumerable; pero no lo dijo. Dijo, sobre el océano: “Allí la semilla no se entierra ni la cáscara se corrompe: el agua es esperma y ovario, revolución cristalina”. Desde esa ventana miraba cómo llegaban a la casa el escritorio y la bruma. Estaba muy lejos, por ejemplo en Tenerife, donde recaló antes de irle a dar su respaldo a Salvador Allende, y únicamente tenía en la mente ese vaivén del mar. Por eso caminaba como un barco viejo. Hacia Isla Negra. A Cautín.
Cuando estás en esa casa donde ahora él es la luz secreta y misteriosa dentro de una carpa en la que científicos dilucidan si lo mató algo más que la tristeza, entiendes que la soledad de hombre que no volvió a Cautín, su pueblo, estaba oculta bajo los sargazos de sus colecciones; él simulaba mirar lo que venía en las manos innumerables del océano (“tablones carcomidos, bolas de vidrio verde o flotadores de corcho, fragmentos de botella ennoblecidos por el oleaje, detritus de cangrejos, caracolas, lapas, objetos devorados, envejecidos por la presión y la insistencia”), pero en realidad lo que aguardaba en algún instante de ese regocijo que le procuraba el mar era la noticia de la inmortalidad.
Esperando esa noticia se cubrió de objetos. Es inevitable, en Isla Negra, ir olvidando tanto recodo, tanta cama marina, tanta mesa de luces, tanta hojarasca, para buscar al fin al hombre que ha de morir. El creía (como Rafael Alberti) que vivir eternamente consistía en seguir hablando, conversando con el mar o con los hombres, esperar que una dama de blanco y en volandas se lo llevara a otro sitio, donde la conversación fluyera como el regocijo de un niño.
El lo decía, moriré cantando. En ese libro en el que resume lo que le venía del mar ( Una casa en la arena , Lumen, 1966, fotos de Sergio Larraín) está pletórico, como si volviera a Los versos del Capitán , alrededor la inmortalidad pervive; sin embargo, años más tarde, en 1973 y hasta ahora mismo, a esa casa la convirtieron en un velero triste. Ya la proa, la popa, el casco mismo han recibido los embates que el mismo fotógrafo Larraín y también el fotógrafo Luis Poirot ( Retratar la ausencia , Comunidad de Madrid, 1987) plasmaron más tarde: Neruda yendo o viniendo al océano, apoyado en el bastón y también en la tierra, como si aquel barco que él fue se estuviera hundiendo ante su propia vista. Ya el océano era una sombra de su despedida, él viajaba como hacia sí mismo, ni rastro ya de entusiasmo en su pelea.
Murió de tristeza, se dijo entonces, se dice ahora mientras rebuscan los científicos los restos que hablan ante el estímulo de las agujas. Lo envenenaron, quizá; en estos días en que la carpa luminosa sustituye al oleaje que él amó, en medio de la superficie que llenó de ruido para escuchar mejor su silencio, los doctores aspiran a que Neruda, ese cuerpo, les cuente de veras qué pasó, hasta dónde entró el hacha del odio, si es que fue así, cómo fue que aquel hombre que aspiraba a morir cantando se fuera tan triste a esa tumba en la que ahora rebuscan su penúltima pena.
Los miro hacer desde la distancia. Vuelvo a la casa en Isla Negra. “Cada uno envejece a su manera y el ancla se sostiene en la soledad como en su nave, con dignidad. Apenas si se le va notando en los brazos el hierro deshojado.” Hasta dónde penetró la navaja no se sabe, y parece que no importa demasiado. Certificar la crueldad con que la dictadura le tachó la alegría es una tarea que honra a los hombres y a la ciencia, pero aquella ignominia ya no tiene ni siquiera el remedio del olvido. “En el invierno el viento del mar desata furia, sal, espuma de las grandes olas, y la naturaleza aparece acongojada, víctima de una fuerza terrible.” Acaso esta investigación calme la furia del viento del mar, la ignominiosa noticia de que al poeta lo mataron con los hachazos tristes del odio, y que un puñal venenoso fue el último eslabón de su martirio.
Y si el poeta se hubiera ido andando.

Periodista y escritor español. Su último libro es “Cuando nunca perdiamos” (Alfaguara)

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