lunes, 28 de octubre de 2013

Ser perfecto o ser feliz?

“El fin de la vida humana es la perfección; no en el sentido de ser capaces de gestionar o gobernar todas las cosas (lo cual constituiría simplemente una gran interferencia en los experimentos de los demás), ni de tener que saber todos los hechos y leyes de la Naturaleza (porque lo que llamamos hechos no son más que formas pasajeras, y lo que llamamos leyes son sólo sus cualidades generales o propiedades) , sino en el sentido de no dejarse llevar por las circunstancias, y de actuar siempre partiendo de nuestro verdadero centro. Este descubrimiento del centro de nuestro ser, y la acción desde ese centro, significan que, bajo cualquier circunstancia, nuestras voluntad, amor y pensamiento no desfallecerán nunca, sino que fluirán sin esfuerzo, como el discurso de un orador experto o la melodía de un pianista excelente, no dejando lugar para cualquier excentricidad.”
                                   Ernest Wood  Natural Theosophy –Sophia No.234 Sept 2008
Sergio Sinay  Periodista y terapeuta gestáltico
Querer “lo mejor” nos impide a menudo disfrutar de “lo bueno”. Alcanzar la perfección es imposible y ser perfeccionista resulta frustrante. Si entendemos que la vida no es una meta, sino un aprendizaje, y que cada desvío es una oportunidad para crecer, podremos, por fin, relajarnos y disfrutar del trayecto.
En un relato del escritor estadounidense Ray Bradbury, titulado La fruta en el fondo del tazón, un hombre comete un crimen durante la noche y, en su afa´n de no ser descubierto, empieza a borrar sus huellas de todos y cada uno de los objetos que tocó (o que cree haber tocado) en los momentos previos al asesinato. Dedicado a dejar la escena del crimen en perfectas condiciones, se obsesiona hasta tal punto con su tarea que realiza de manera puntillosa y detallista, que pierde por completo la noción del tiempo. Así, la noche transcurre sin que él lo advierta, sumido como está en la eliminación de las posibles pruebas incriminatorias. Y así lo encuentra la policía, a la mañana siguiente, cuando llega al escenario del crimen.
Esta narración del autor de Crónicas marcianas y Fahrenheit 451 podría leerse como una metáfora sobre las consecuencias del perfeccionismo. Cuando entramos en su laberinto, no hay salida. Quizá, para entenderlo mejor, tendremos que establecer una diferencia entre perfección y perfeccionismo.
Algo es perfecto cuando consigue el desarrollo máximo de sus potencialidades, cuando sus cualidades y atributos se desenvuelven en plenitud. Es decir, hay un momento en que la perfección se advierte, queda consumada. Hay un fin para la perfección y este asoma cuando queda consagrada. La perfección es la mejor versión posible de algo. El perfeccionismo, en cambio, es la búsqueda interminable de la perfección.
La persona perfeccionista va detrás de una zanahoria que nunca podrá alcanzar. Nunca llega, siempre considera que falta algo, está convencida de que todavía se puede conseguir  más, que la tarea o el vínculo es mejorable. Y va por más. Lo curioso es que, aunque vaya, muchas veces no se mueve.
Esta es una característica del perfeccionista, del que exige y se exige siempre más, del que nunca está conforme y sospecha siempre que queda algo por mejorar. Pone tanto énfasis, invierte tanta energía en ello, que con frecuencia se paraliza. La persona perfeccionista se exige a sí misma, ya quienes la rodean, tal grado de perfección que, como resulta imposible de plasmar, termina por no empezar nunca sus acciones. Solo lo hará si se dan las condiciones perfectas, cuando los resultados estén garantizados o si se tienen a mano las herramientas o los recursos óptimos. Es decir, lo más probable es que no lo haga jamás. El perfeccionista se vuelve así improductivo.
Se forja en la infancia
La persona perfeccionista va enredándose en sus ilusiones de optimización, es alguien  capaz de detallar perfectamente planes que no se cumplirán o, por el contrario, se convertirá en la crítica más severa de las acciones o las propuestas de otros, a las que nunca considerará aceptables, siempre habrá fallos, peros, imperfecciones….
Demasiado frecuentemente, el adulto perfeccionista fue un niño poco motivado, que recibió pocos halagos en su infancia. Si revisamos su historia, acaso encontremos a alguien a quien siempre se le exigió algo más. Cuando lograba nueve se le pedía diez.  Y si, finalmente conseguía el excelente, no recibía mayores aclamaciones ni recompensas porque, después de todo, no había hecho sino lo que se le pedía. Y que lo hubiera logrado no lo hacía merecedor de un elogio especial, puesto que había hecho algo que era posible.
Así se suele forjar una persona perfeccionista. A partir de una exigencia constante y desmedida desde su niñez. También puede ser el producto de una baja valoración. Puede ser alguien que ha aprendido desde pequeño a ser aprobado o recompensado por lo que hacía, y por cómo lo hacía, antes que por el simple hecho de existir. Alguien que ha crecido pensando, porque lo ha experimentado en primera persona, que vales por lo que produces y no por lo que eres estará siempre sometido a la presión de lograr lo mejor, pero nunca quedará convencido de haberlo conseguido.
Olvidar el destino para disfrutar de la travesía
La exigencia tiene su foco de atención puesto sobre el resultado y desestima la importancia del proceso por el cual es posible llegar a aquel. El resultado es lo único que importa y debe obtenerse sea como sea, sin dilaciones ni excusas.
Es como si una persona pretendiera llegar a su destino sin haber viajado y sin importar cuáles son los caminos y los medios de transporte necesarios para  llegar. Un perfeccionista relegará las circunstancias, las posibilidades…, no importan. Cuando la exigencia alcanza su máxima intensidad, se cierran todas las posibilidades de aprendizaje. Porque es durante el proceso –el camino que para el perfeccionista no tiene importancia- cuando se viven las experiencias que pueden convertirse en enseñanzas de vida.
Cuando ponemos el acento en los procesos, en los caminos que se recorren, vamos instrumentándonos, nos hacemos creativos, sopesamos alternativas. Y, sobre todo, aprendemos la importancia que tiene el tiempo, el ingrediente esencial de todos los procesos de construcción y de transformació n.
Podríamos decir que el perfeccionismo es una derivación deformada de la exigencia, su manifestación más extrema. Tanto uno como la otra pueden provocar parálisis, incapacidad de actuar y tanto uno como la otra empiezan en la propia persona y se extiende hacia los demás.
La incertidumbre forma parte de la vida
Otro de los orígenes del perfeccionismo es la falta de seguridad en uno mismo. Cuando alguien no se siente en paz con sus propios recursos, cuando se siente juzgado o valorado por lo que hace, por lo que produce, y no por lo que es, cree que en cada una de sus acciones le va la vida, el afecto o la estima de quienes le rodean. Cada cosa que haga, diga o produzca será, en su creencia, decisiva. Y esto es lo que le impulsa a buscar la perfección.
Cuando alguien se siente inseguro, se vuelve temeroso. Se percibe a sí mismo frágil, poco valiosos, vulnerable. Teme a todo, hay un riesgo acechando en cada paso del camino cotidiano de la vida. El mundo entero es impredecible, riesgoso, incierto, imperfecto. ¿Qué hacer ante esto? No hay respuesta satisfactoria, puesto que la incertidumbre, lo imponderable, lo no controlable son parte esencial e indivisible de la vida.
Considerar los obstáculos como posibilidades
Como dijera Víktor  Frankl, médico, psiquiatra, filósofo y autor, entre otros, de El Hombre en busca de sentido, los seres humanos somos, en esencia, seres condicionados. Nos limitan circunstancias físicas, históricas, económicas, biológicas, geográficas y demás. Nos limita la presencia de los demás, sus decisiones, las consecuencias que sus acciones tienen en nuestra vida. Es decir, siempre habrá algo que no depende de nosotros, que esté fuera de nuestro control y que alterará (para bien o para mal) el curso de nuestra vida y las consecuencias de nuestras acciones.
¿Es esto un problema? Para el perfeccionista lo será, porque establece una brecha entre lo que son sus propósitos y sus resultados. Sentirá que su búsqueda de la perfección está siempre interceptada por motivos que llamará de mil maneras distintas: “mala suerte”, “pésima calidad de los materiales o condiciones”, “la incompetencia de los demás”…No importa, el perfeccionista no admite ningún tipo de alternativa, es alguien incapaz de reconocer que el obstáculo puede ser un regalo, ya que es una posibilidad de aprendizaje.  
Para quienes no han sido atrapados por el fantasma del perfeccionismo –o que han podido trascenderlo en su camino de crecimiento personal para desarrollar la capacidad de aceptación-, el condicionamiento será entendido como parte misma de la vida y será experimentado como una oportunidad de desarrollar la propia creatividad, como la ocasión de explotar nuevas alternativas. Y si no alcanzan el ideal, sabrán reconocer y celebrar lo obtenido.
Estas personas no se apuntan a correr una maratón para ganar, sino para dar lo mejor de sí (incluso quien ocupe el último lugar, seguramente, habrá dado lo mejor de sí) y esto le da sentido a su esfuerzo y plenitud a sus corazones.
El perfeccionista, en cambio, cuando no gana pierde. Si no es el mejor se siente el peor. Si no llega al final del viaje, olvida las experiencias vividas en el tramo recorrido. Bajo el imperio del perfeccionismo se instala la ansiedad y desaparecen la satisfacción y el gozo.
La ansiedad, por su parte, es un tipo de sentimiento que nos impulsa de malas maneras a anticiparnos al futuro, a no tolerar el devenir de los acontecimientos.  La ansiedad es la presión por conocer y controlar los corolarios de aquello que todavía no ha terminado o ni siquiera ha ocurrido. Es, en el perfeccionista, la obsesión por ver el resultado pluscuamperfecto de aquello que espera o que se ha propuesto. Y ante tamaña expectativa, todo resultado estará siempre por debajo de lo que se esperaba y, en consecuencia, el perfeccionista reiniciará el ciclo de la eterna insatisfacció n en el que vive instalado.
La aceptación: el primer paso hacia la plenitud
La puerta de salida de esta trampa que se tiende a sí mismo el perfeccionista pasa por el aprendizaje  de la aceptación. Tenemos que dejar bien claro, no obstante, que aceptar no tiene nada que ver con tolerarr ni con resignarse.
La persona que tolera se queda con un resabio de insatisfacció n, mantiene un cierto rechazo hacia aquel o aquello a quien tolera y, en cierta forma, manifiesta estar un paso por encima del destinatario de su consentimiento. Hay un tufillo de soberbia en la tolerancia.
Por su parte, la persona que acaba por resignarse se sentirá, también, insatisfecha. El resultado que ha obtenido no es el que quería, las cosas no son como las esperaba, no existe forma de cambiarlo ni de obtener mejores resultados, solamente resta bajar los brazos y vivir resignadamente con lo que hay, que no es lo óptimo ni lo esperado.
A diferencia de estas dos instancias, en la aceptación se toma por bueno lo dado, como dice el diccionario de nuestra bella lengua. La aceptación es recibimiento, en ella han desaparecido las condiciones, no se acepta a cambio de algo, se acepta a lo que es o a quien es tal como es, después de haber pasado por la experiencia de mirarlo sin prejuicios.
La aceptación es una actitud ante la vida que enriquece nuestras experiencias porque nos permite atravesarlas con la mente y el corazón abiertos, dejando espacio a todo lo nuevo, a lo diferente. Amplía nuestros horizontes mentales porque nos enseña a soltar nuestras ideas antiguas, nuestros propósitos preconcebidos y, así, encontrarnos con otras posibilidades y desarrollarlas.
Aprender a aceptar es aprender algo fundamental: ni el mundo, ni las circunstancias, ni las personas están hechas a imagen y semejanza de nuestros deseos, de nuestras urgencias o de nuestras pretensiones. Aceptar nos enseña a reconocer que somos seres humanos y no dioses; que se nos ofrecen, a cada paso que damos, nuevas posibilidades y escenarios variados y distintos.
La aceptación, además, nos ayuda a percibir las imperfecciones, lo inacabado, como una posibilidad permanente de aprendizaje y, en consecuencia, de crecimiento. Y lo más importante, aceptar y aceptarnos nos de la oportunidad, por fin, de ser felices en un mundo imperfecto. Este mundo en el que vivimos y en el que nos amamos, nos vinculamos y creamos imperfectamente, es decir, tal como somos. Parafraseando a Víktor Frankl; “La felicidad no es una posada en el camino, sino una forma de caminar por la vida”.       
cosmoxenus para El-Amarna

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