Durante siglos, generaciones de eruditos intentaron sin éxito desentrañar los misterios de una de las civilizaciónes más antiguas del mundo: el antiguo Egipto. Todos estos intentos topaban con un obstáculo casi insalvable, y es que desde el siglo IV, cuando los últimos restos del paganismo fueron barridos por la incipiente religión cristiana, nadie había sido capaz de leer las antiguas escrituras egipcias. A esta escritura se le llamó “jeroglífica“, procedentes de palabras griegas que significan “escrituras sagradas”.
Pero la complejidad de esta escritura y la imposibilidad de conocer su significado convirtió a la palabra “jeroglífico” en sinónimo de enigma de difícil o imposible interpretación. Sólo un genio podría solucionar el enigma, y ese genio sería Jean-François Champollion.
Champollion basó el trabajo de su vida en la traducción de los jeroglíficos inscritos en la Piedra de Rosetta, aunque curiosamente, él jamás llegó a ver con sus propios ojos la famosa piedra. Antes de ser cedida a los ingleses, los estudiosos franceses de la expedición egipcia realizaron copias de las inscripciones que terminaron llegando a manos de Champollion. Con estas inscripciones, con jeroglíficos procedentes de otros monumentos egipcios (entre ellos las del templo de Abu Simbel que encabeza esta entrada) y con muchos años de arduo estudio del idioma copto (idioma que desciende directamente del egipcio hablado en tiempos de los faraones), Jean-François consigió al fin desentrañar los secretos de la Piedra de Rosetta y, por ende, de la escritura egipcia.
arquehistoria
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