sábado, 2 de abril de 2011

El misterio de las catedrales

Fenomenos Paranormales

En 1926 fue publicado el libro El misterio de las catedrales,

que hacía un recorrido del arte gótico en Francia y

que proponía realizar una demostración curiosa, ya que,

según él, los maestros alquimistas de la Edad Media habrían

dejado testimonio de su ciencia en la arquitectura de

los principales edificios religiosos del país.

El libro estaba firmado por Fulcanelli.

¿Quién era este hombre extraño que parecía conocer

los secretos de la energía nuclear ocho años antes de Hiroshima?

Seudonimo de un desconocido

Fulcanelli es ciertamente el más famoso y el más misterioso de los alquimistas del siglo XX.
Su leyenda comenzó en 1920. En los reducidos círculos de los esotéricos, se lo considera
como un "gran maestro" que aún estaría viviendo y prosiguiendo sus trabajos en París.
Este rumor fue difundido por dos hombres, un joven de unos veinte años,
Eugenio Canseliet, y su amigo pintor y ocultista Juan Julián Champagne.
Ambos amigos hicieron correr el rumor de que el "maestro Fulcanelli" era un
aristócrata de cierta edad, rico, distinguido y muy culto, un genio que estaría a
punto de descubrir la piedra filosofal y el elixir que prolongaría la vida.
Pero el hombre permanecía invisible, no asistía a ninguna reunión de los
esotéricos y Champagne y Canseliet eran los únicos que se reunían con el.

Dos libros insoslayables


Las fanfarronadas de los dos hombres convencían a muy poca gente cuando,

en el otoño de 192Ó, apareció la prueba de la existencia del maestro:

un libro notable, titulado El misterio de las catedrales, publicado en una

lujosa edición de 300 ejemplares. El prefacio estaba escrito por Canseliet

y el libro tenía 36 ilustraciones de Champagne. El texto aparecía firmado

por Fulcanelli. El autor arrastraba a sus lectores a una serie de

interpretaciones esotéricas de algunos monumentos muy conocidos,

ya que se trataba de catedrales góticas. Dando pruebas de una erudición

sorprendente y de un perfecto conocimiento, tanto de la historia del arte

como de los símbolos esotéricos, descubre en los edificios cristianos

supuestos códigos con los secretos de los alquimistas. Por ejemplo,

señala que en el pórtico de la catedral de Nuestra Señora de París

una estatua de la Virgen lleva unos medallones que representan los

siete planetas asociados a los siete metales utilizados por los alquimistas:

el Sol (oro), Mercurio (mercurio), Saturno (plomo), Venus (cobre),

la Luna (plata), Marte (fierro) y Júpiter (estaño). Según él, las

claves de la transmutación, es decir, la operación de alquimia que

consistía en transformar los metales en oro, se encontraban disimuladas

en el pórtico de tal modo que sólo los iniciados podrían descubrirlas.



En 1929 apareció el segundo libro de Fulcanelli titulado Las moradas

filosofales, que pasaba a los castillos medievales y viviendas

centenarias por el mismo cedazo interpretativo. La arquitectura, las formas,

las proporciones, los vitrales, las esculturas, todo era analizado por

un Fulcanelli librado a una fascinante demostración. Aunque se podía


o no seguirlo en sus lucubraciones, había que reconocer que la obra era

magistral y que su autor era un hombre con una cultura poco común.


¿Quien era Fulcanelli?

Aunque admirado y buscado por todos los esotéricos de París, Fulcanelli

no aparecía por ninguna parte. Algunos sugerían que tal vez Canseliet o

Champagne se escondían tras este seudónimo. Pero Canseliet

parecía bastante joven y sus obras no poseían la facultad de análisis

ni la visión global de Fulcanelli. Champagne parecía ser un candidato

más plausible, ya que tenía más edad y más experiencia y su trabajo

como artista pudo haberlo llevado a visitar todas las catedrales, castillos

y otros monumentos nombrados. Pero su carácter no correspondía a la

imagen que todos se habían hecho del autor de El misterio de las

catedrales. Champagne era más bien un juerguista fanfarrón y alcohólico,

no un sabio.

Se pensó en varios ocultistas famosos, como Pedro Dujols, Auriger,

Faugerons. el Dr. Jaubert, Jolivet Castelot... Pero frente a cada nombre

aparecía la misma objeción: estos hombres habían escrito otras obras

y ninguna tenía el poder de las de Fulcanelli. Se pensó, por fin, que

podría ser Rosny el Viejo, autor de La guerra del fuego y de otras novelas

de ciencia ficción, ya que era el único cuyo estilo como escritor tenía suficiente

fuerza y cuya cultura filosófica y científica eran lo considerablemente vastas

para ser Fulcanelli. Pero la vida de Rosny el Viejo era conocida hasta el

menor detalle y no aparecían en ella los viajes que le hubiesen

permitido conocer tan bien los edificios citados en estas dos obras.

La única conclusión posible era que Fulcanelli no era ninguno de estos

personajes, sino más bien un hombre que estaba vivo y que trabajaba

fuera de los círculos de los esotéricos de su época.


Un encuentro sorprendente


El francés Jacques Bergier era también un personaje extraño y una persona

de gran inteligencia. Científico de alto nivel, apasionado investigador

multidisciplinario, estaba dotado de una memoria extraordinaria que le

permitió rendir testimonios de una precisión increíble. En junio de 1973,

a petición del físico nuclear André Helbronner, de quien era entonces

ayudante, se entrevistó con un hombre que le pareció, por muchas

razones, podría ser Fulcanelli. Esta conversación fue relatada por

Louis Pauwells en un libro publicado en 1963 y que tuvo un éxito

inmediato, titulado El amanecer de los magos. El interlocutor de Bergier,

quien rehusó siempre decir con quién conversaba, lo pone en guardia

contra los peligros de manipular la energía nuclear.

Al tratar todos los temas científicos con una gran soltura, dio testimonio

de un extraño conocimiento acerca de los experimentos más recientes

de Helbronner (aunque en verdad es su propio ayudante quien reporta sus palabras),

y declaró, ocho años antes del bombardeo de Hiroshima (aunque el relato

está fechado en 1963), que "los explosivos atómicos pueden fabricarse

con sólo algunos gramos de metal y, sin embargo, arrasar

ciudades enteras". Agregó que "los ordenamientos geométricos de

metales extremadamente puros son suficientes para desencadenar

fuerzas atómicas, sin que sea necesario utilizar electricidad o la

técnica del vacío". Sin embargo, las investigaciones nucleares estaban

estancadas en ese momento debido a los intentos en vano por utilizar

uno y otro método... Si el testimonio de Bergier era sincero, implica

que muchos años antes de que el norteamericano Oppenheimer

descubriera el principio de la energía atómica, el misterioso

Fulcanelli ya estaba en posesión de ese secreto.


Fulcanelli descifra un emblema

En Las moradas filosofales, escrito en 1929, Fulcanelli describió así

una composición pintada sobre una chimenea del castillo de Dampierre:

"En conjunto, esta composición se presenta como un paradigma de

la ciencia hermética. El dogo y el dragón ocupan el lugar de dos

principios materiales, reunidos y retenidos por el oro de los sabios,

de acuerdo con la proporción requerida y el equilibrio natural,

según lo que nos muestra la imagen de la balanza. La mano representa

al artesano, firme para manejar la espada jeroglífico de fuego que

penetra, mortifica y cambia las propiedades de las cosas, prudente

en la repartición de las materias de acuerdo con las reglas filosóficas

de los pesos y las medidas. En cuanto a los rollos de monedas

de oro, éstos indican claramente la naturaleza del resultado final y

uno de los objetivos de la obra... Tan expresivos como ésta son los

pequeños medallones, de los cuales uno representa a la naturaleza,

la que debe servir siempre de guía y de mentora a' artista, mientras que

el otro señala que el sabio autor de estos variados símbolos pertenecía

a los rosacruces. La flor de lis heráldica corresponde, en efecto, a la

rosa hermética. Junto a la cruz sirve, como la rosa, de insignia y de

blasón al caballero y discípulo que había, por gracia divina, encontrado

la piedra filosofal"


La alquimia despues de la alquimia

La alquimia vivió, en Occidente, su edad de oro entre el fin de la

Edad Media y el comienzo de la época moderna. Después del siglo XVI,

por el contrario, esta disciplina se enfrentó a un creciente escepticismo.

En el siglo XVII, sin embargo, un sabio de la categoría de

Isaac Newton se preocupó de escribir cuidadosamente de su puño

y letra un tratado de alquimia. Un siglo más tarde, se producen hechos

como la introducción del método cuantitativo en química, la identificación

del oxígeno, se analizan el agua y el aire: la alquimia, como ciencia, ha pasado a la historia.

Pero algunas teorías de los alquimistas, así como el ave Fénix, renacen

en los descubrimientos de la física moderna: las investigaciones realizadas

sobre la estructura atómica de la materia, las transmutaciones espontáneas

de los elementos radiactivos, la modificación de las estructuras atómicas

mediante el bombardeo de partículas confirman la unidad fundamental de la

naturaleza, presentida por los filósofos esotéricos, desde Pitágoras a Flamel y Paracelso.


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