Hubo un tiempo en el que todo era bueno. Un tiempo feliz en el que nuestros dioses velaban por nosotros. No había enfermedad entonces, no había pecado entonces, no había dolores de huesos, no había fiebres, no había viruela, no había ardor de pecho, no había enflaquecimiento. Sanos vivíamos. Nuestros cuerpos estaban entonces rectamente erguidos. Pero ese tiempo acabó, desde que ellos llegaron con su odio pestilente y su nuevo dios y sus horrorosos perros cazadores, sus sanguinarios perros de guerra de ojos extrañamente amarillos, sus perros asesinos. Bajaron de sus barcos de hierro: sus cuerpos envueltos por todas partes y sus caras blancas y el cabello amarillo y la ambición y el engaño y la traición y nuestro dolor de siglos reflejado en sus ojos inquietos nada quedó en pie, todo lo arrasaron, lo quemaron, lo aplastaron, lo torturaron, lo mataron. Cincuenta y seis millones de hermanos indios esperan desde su oscura muerte, desde su espantoso genocidio, que la pequeña luz que aún arde como ejemplo de lo que fueron algunas de las grandes culturas del mundo, se propague y arda en una llama enorme y alumbre por fin nuestra verdadera identidad, y de ser así que se sepa la verdad, la terrible verdad de cómo mataron y esclavizaron a un continente entero para saquear la plata y el oro y la tierra. De cómo nos quitaron hasta las lenguas, el idioma y cambiaron nuestros dioses atemorizándonos con horribles castigos, como si pudiera haber castigo mayor que el de haberlos confundido con nuestros propios dioses y dejado que entraran en nuestra casa y templos y valles y montañas. Pero no nos han vencido, hoy, al igual que ayer todavía peleamos por nuestra libertad. No ciertamente no eran dioses. No eran viracocha; cuando Pizarro entró al Cuzco y junto con el padre Valverde decidieron la muerte de nuestro amado señor Atahualpa. A pesar del rescate que pagamos equivalente a tres habitaciones repletas de oro, nos dimos cuenta entonces de las verdaderas intenciones de esos hombres. Pero ya era tarde, la sangre había comenzado a derramarse y esas primeras y queridas gotas se iban a construir en un río inmenso que recorrería todo el continente y ya no habría salvación. No había descanso para nuestro dolor: no solo moríamos a manos de los conquistadores sino que a nuestras angustias vinieron a sumarse las enfermedades. Las pestes como la gripe y la viruela, desconocidas hasta entonces en nuestra tierra, cayeron sobre nosotros y la muerte no tuvo piedad.
EL GRAN ALZAMIENTO DIAGUITA (1630-1643) No fue la nuestra una lucha de bárbaros contra seres civilizados, no lo fue, sencillamente peleábamos por nuestros derechos. Todos los indios diaguitas: abaucanes, malfines, andalga, yocavil, calchaquíes, luchábamos por la dignidad de nuestra comunidad, y contra la crueldad con la que nos trataba el invasor. En definitiva, luchábamos por la libertad. Don Juan Chalimín, el bravo cacique, fue nuestro líder y guía, su sangre es un símbolo para América y la indianidad.
Fueron 140 años de luchas desde que supimos de la muerte de Atahualpa y sufrimos así mismo las torturas y mutilaciones con que nos castigaban los españoles. Nos habían prometido la protección nada menos que de dios y nos daban en realidad la tragedia y la persecusi6n más atroz. La guerra más cruenta tuvo lugar entre los años 1630 y 1643. Finalmente nuestro bravo Juan Chalimín fue apresado y posteriormente asesinado y descuartizado. Sus miembros fueron enviados para ser expuestos públicamente a distintas ciudades de nuestro territorio para escarmiento y temor de nuestros hermanos, pero, la cabeza en lo alto de una pica sonreía, los ojos fieros todavía soñaban con un futuro hermoso de libertad.
Así íbamos desapareciendo de la faz del continente, lentamente nuestros líderes fueron asesinados y la indianidad esclavizada en las minas de oro y plata que eran descubiertas y vaciadas impunemente, con el esfuerzo y el dolor de nuestros hermanos. Solamente en Potosí murieron ocho millones de indios por la ambición europea, ocho millones de muertes es demasiado dolor como para olvidar que fueron causadas solamente por una insaciable sed de poder y riqueza.
Casi cinco siglos de destrucción sistemática y de obliteración cultural han contribuido a la desaparición de tumbas, centros religiosos, poblados y también a la extinción de las artes. No hay excusa para quienes pudieron desde sus lugares tratar de frenar ese proceso de involución cultural, no hay excusa porque vastas generaciones hemos crecido en la equivocada creencia que nuestros indios eran seres bárbaros y sin inteligencia alguna. Pero la verdad aflora siempre y allí está para reafirmar su alto valor estético algunas muestras del arte cerámico, de la escultura en piedra y los tejidos precolombinos que desde el silencio nos golpean con su callada y misteriosa belleza. ¿Qué hubiéramos sido, si hubiéramos podido ser en toda nuestra plenitud? Podemos todavía, sin embargo, tratar de reconstruir desde las tinieblas la historia de los pueblos de los que ni siquiera sus huesos han sido respetados.
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